El viaje a Londres constituyó una experiencia intensa desde muchos puntos de vista. Pero debo reconocer que mis titubeos con el idioma inglés me amargaron en gran medida la existencia…  ¿La existencia en el Congreso de Terapia Existencial?  Gracioso, supongo. Por más que busqué españoles entre los cerca de mil asistentes, no di con ninguno a lo largo de los tres días que se prolongó el encuentro. Frustrating! Pero lo verdaderamente frustrante fue encontrarme rodeado de colegas de los cinco continentes y verme, muy a mi pesar, amordazado reunión tras reunión por el pánico escénico.

A la altura del domingo, día de la clausura, estaba tan enfadado conmigo mismo (<<vamos, muchacho, tampoco hablas tan mal el inglés>>, me decía para darme ánimos: <<échale lo que hay que echarle y que God reparta suerte>>), que llegué a la conclusión de que no podía marcharme de Londres sin haber realizado, siquiera, una mínima aportación personal. ¡Demonios! Después de casi 25 años lidiando con el sufrimiento humano, ¿cómo no iba a poder decir algo de mi propia cosecha?

En ello me debatía, en mitad de una reunión en el Assembly Hall en compañía de unas doscientas personas, cuando sucedió lo habitual cada vez que se juntan unos cuantos terapeutas de orientación existencial: se empezó a hablar de la muerte. El tema más divertido, erótico, fascinante y entrañable de todos los que caben en cabeza y corazón humanos. ¡Hay que ver cómo nos pone hablar de la muerte a los existencialistas! Mientras se desarrollaban las intervenciones, mi mente saltaba de Tolstoi a Hemingway, de Nietzsche a Pavese, de la muerte en el medio rural africano a la muerte en nuestros pulquérrimos tanatorios informatizados. ¿Levantaba la mano? ¿Me lanzaba a exponer mis puntos de vista, aunque solo fuera por no regresar a Madrid con la sensación de ser el terapeuta más cobarde y cateto de toda Europa?

Me extrañó que nadie hiciera la consabida -y obligada- diferenciación entre la muerte (death) y el morir (dying), esto es, entre la idea/fantasía/especulación metafísica del estado de no-ser y el proceso físico, emocional,  mental y holístico de dejar de existir, como paso previo antes de convertirse, propiamente, en difunto. Aquello no se podía consentir, de modo que levanté la mano para que alguno de los auxiliares presentes en la sala me hiciera llegar un micrófono. Ya estaba tomada la decisión. En un par de minutos estaría haciéndome un lío con algún verbo frasal, o con algún falso amigo, o con alguna preposición propia o impropia. Daba igual: no es que sea necrófilo, pero soy tanatofílico. Soy existencialista, porque la muerte me fascina desde que tengo uso de razón. ¿O más bien habría que explicarlo al revés? El caso es que ya había levantado la mano para intervenir.

Antes de mí habló otro asistente asegurando que para él no había diferencia entre la muerte y la vida, porque él vivía y moría todos los días de su vida. Pues muy bien, estimado colega, pero para entonces ya había conseguido poner en claro dentro de mi cabeza lo que yo mismo pretendía aportar a la asamblea, justo cuando el micrófono llegó por fin a mi mano. Fue sentir su tacto y el corazón me empezó a latir como si estuviera a punto de sufrir un ataque de pánico, inadecuada traducción del <<panic attack>> anglosajón, que debiéramos traducir más bien como <<crisis de angustia>>. El único españolito presente en el Congreso estaba a punto de montar el número de la cabra. En el otro extremo del Assembly Hall se le otorgó la palabra a otra asistente. A continuación me tocaba a mí.

¿Qué quería yo aportar a la Asamblea? Pues algo muy simple, estimados colegas. Como terapeutas existenciales, ¿no estábamos convencidos de que nuestro SER era, por definición, ser-con, ser-al-lado-de, ser-junto-a? ¿No habíamos llegado a la conclusión de que el enigma de nuestra identidad personal desembocaba en la evidencia de que éramos (y éramos eso y nada más que eso): NUESTRAS RELACIONES CON EL MUNDO…? ¿No era el célebre Dasein de Heidegger (ser-ahí, ser-en-el-mundo) la mejor formulación contemporánea para ilustrar este hecho de importancia capital? Conclusión: la mejor vacuna contra el miedo a morirse (no a la muerte, sino A MORIRSE) era recordar en ese instante decisivo que teníamos ante nosotros un último acto de responsabilidad y amor hacia nuestros seres queridos, nuestros <<beloved ones>>: morir con dignidad y entereza, con la satisfacción del deber cumplido y dispuestos a transmitir un mensaje de ecuanimidad a las generaciones siguientes. No es tan duro, queridos hijos, queridos nietos, querida esposa, queridos hermanos y amigos, y si duele, no gritaré, y si me vence el miedo, lo convertiré en un humilde y silencioso heroísmo. Moriré como he vivido: asustadillo, pero con la mano en el micrófono, esperando mi turno para hablar.

En ese momento, cuando me tocaba por fin soltar mi rollo, el presidente de la mesa anunció que no daba tiempo para nuevas intervenciones.

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