A algunos lectores les sonará el título de esta entrada, pues coincide con el de una obra satírica de Jonathan Swift, titulada A modest proposal, y que suele traducirse en español como  “Una humilde propuesta” o también “Una proposición modesta”. Nunca he logrado comprender la diferencia entre propuesta y proposición, de modo que el presente post se queda con el encabezamiento indicado, cacofónico a más no poder, para subrayar el hecho de que navegaremos por aguas no exactamente impolutas.

La propuesta o proposición de Swift no era otra que una original solución para acabar de una vez por todas con el hambre de los hijos del campesinado en la Irlanda del XVIII. Con gran audacia, se alentaba a los padres de las criaturas -cuya dificultades para afrontar el pago de los alquileres del terruño eran no solo manifiestas, sino reiteradas- a que hicieran entrega de sus vástagos a los propietarios de la tierra, a fin de que estos pudieran degustarlos, según criterios gastronómicos, crudos, al vapor, en salsa, a modo de tropezones en guisos más elaborados, pero acompañados en cualquier caso de unas buenas patatitas o de otros productos de la huerta que con tanto esmero cultivaban sus progenitores. Como hay gente para todo, hubo quien se escandalizó con la propuesta de Swift y nunca hubo verdadera voluntad política de llevarla a cabo.

Mi propuesta es también modesta, mucho más modesta que la del autor irlandés. Consistiría básicamente en crear academias para que la gente aprendiera a escuchar a la gente. Hablo de institutos donde se fomentara el hecho de escuchar con interés las opiniones y los puntos de vista ajenos, liceos para cultivar una atención elemental a las palabras de cualquier interlocutor, colegios dedicados a la noble tarea de enterarse de lo que a uno le están contando. No sé si me estoy explicando con claridad. Abogo humilde pero enérgicamente por la creación de centros académicos donde las personas interesadas pudieran recuperar una facultad humana que se está perdiendo a mayor velocidad que los ejemplares salvajes de lince ibérico: ESCUCHAR AL PRÓJIMO. Hablar está bien, hablar bien está mejor, pero lo mejor de lo mejor -y la parte realmente difícil de toda interlocución- es mantener la boca cerrada cuando es el otro quien está hablando.

En estos tiempos, salimos a la calle con los cascos puestos, el móvil en el bolsillo y la firme determinación de soltar nuestro rollo al primero que se preste a ello, pero igualmente decididos a que no nos amarguen el día -o la noche- con rollos ajenos. Sé que resulta feísimo citarse a uno mismo, pero si lo hacen los autores de éxito, no veo por qué no habría de imitarlos un autor completamente ayuno de reconocimiento. En la primera página de Fístula, una de las dos obrillas colgadas en este mismo portal, se alude con sobriedad al hecho que pretendo comentar en estas líneas: “Todo el mundo aspira a contar su historia. Hay demasiadas lenguas desatadas y pocos oídos dispuestos a escuchar. El ruido es ensordecedor…”.

Así es. Asistimos, desconcertados, a una explosión creciente de voces sedientas de atención, pero reducidas a la impotencia del ninguneo permanente. ¿No se entiende todavía mi proclama, mi modesta propuesta para superar esta pandemia de incomunicación generalizada? ¿No se capta la gravedad del fenómeno al que me estoy refiriendo? Vociferantes por un lado, sordos intencionales por el otro. No hay quien se entere de nada, no hay quien consiga conectarse a la wifi del entendimiento humano. Aquí todo el mundo aspira a ser escuchado, pero si uno pretende hacer uso de la palabra, a las primeras de cambio, el señor o la señora situados justo enfrente de nosotros no se van a andar con contemplaciones: “Eso es bastante parecido a lo que me pasa a mi… Resulta que YO…”.

¡Ah, vaya! Con el EGO hemos topado. Con el más puro, simple y tristorrón EGOÍSMO de toda la vida… <<Porque YO, es que YO, resulta que a MÍ, verás es que YO, pues justamente YO, mira, precisamente a MÍ…>> La variante, en el caso de los matrimonios afianzados en el jardín de otoño o invierno es el NOSOTROS, la burbuja yo-tú-ísta, que llaman algunos. NOSOTROS por aquí, NOSOTROS por allá, NOSOTROS, que compartimos día tras día mesa y colchón, finanzas, angustias, temores, los problemas de los hijos, que compartimos, en fin, la soledad… La gente que no sabe escuchar está condenada a sentirse sola, desdichada y hueca: la pesadilla que se muerde la chola.

Adivina, adivinanza… ¿Quiénes son los profesionales que se van a beneficiar en mayor medida de este lamentable estado de cosas, además de los programadores informáticos y de los creadores de aplicaciones para juegos de ordenador y móvil? ¡Respuesta correcta! ¡Los médicos otorrinos! Es tan manifiesto el callejón sin salida al que estamos llegando en materia de comunicación humana, que solo faltan unos cuantos telediarios (esos, esos informativos donde se nos pone al día de la Realidad del Mundo) para que los órganos sensoriales empiecen a acusar el mal trato al cual están siendo sometidos de forma rutinaria sus más sutiles componentes: se avecinan problemas serios y generalizados en las cuerdas vocales -inflamadas, irritadas, nodulosas- y también en el oído medio e interno, por no mencionar el exceso de cerumen que se acumula con voluntad defensiva en el conducto auricular externo. El cuerpo es muy sabio y terminará antes o después dando la voz de alarma.

El otro grupo favorecido por la pandemia analizada en el presente post será, cosa lógica, el de los terapeutas y psicólogos clínicos. Nada que objetar; cada cultura crea sus propios artefactos compensatorios. Y, según parece, los psicoterapeutas tienen asegurado el trabajo, como mínimo, de aquí al 2100 y más allá. No tiene vuelta de hoja, salvo que se creen, como sugiero, academias de reciclado de escuchadores activos. Por el momento, para que a uno lo escuchen con verdadero interés, no queda otra que rascarse el bolsillo.

La situación es más preocupante de lo que parece. Por una parte, puede suceder que se termine construyendo un monumento de mármol o de granito en homenaje a la figura del terapeuta, consistente en una oreja gigante -dos o tres metros de altura serías suficientes-, con todos sus surcos, repliegues y protuberancias; una señora oreja, si puede decirse así, en reconocimiento a esta profesión que sostiene a duras penas el equilibrio mental y emocional de la población. Pero también podría ocurrir como en Irlanda, donde se desató una hambruna de proporciones bíblicas a mediados del XIX, por ignorar las admoniciones formuladas por Jonathan Swift un siglo antes. Si se le hubiera hecho caso, es muy probable que no se hubiera arruinado la cosecha de patatas que mantenía con vida año tras año a la población campesina y tampoco se hubiera producido a consecuencia de ello la extinción de la cuarta parte de la población de Irlanda y la que se conoce como Gran Diáspora Irlandesa, la emigración masiva a tierras de América y Australia de los supervivientes de la hambruna.

En el caso que comento, al tratarse de una dolencia que afecta a una buena parte de la población -entiendo la incomunicación como una grave enfermedad carencial-, no resulta improbable que se ponga en marcha un mecanismo compensador de consecuencias impredecibles: ¿acaso una proliferación de terapeutas callejeros apostados en todas las esquinas de las grandes ciudades, empeorando de esta suerte los problemas de circulación? ¿quioscos improvisados junto a las bocas del metro para dar palique con carácter de urgencia a los más desesperados? ¿acumulación de escuchadores en determinados barrios de Madrid, alterando de manera dramática los precios del mercado inmobiliario? En todo caso, corremos el riesgo de desembocar en una situación terrible: el olvido por parte de la raza humana de que NO SER escuchado es lo mismo, precisamente lo mismo, que NO SER a secas.  Hay muchas maneras de morir de hambre.

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