Era justo lo que necesitaba: un verano bien veraneado. Sin prisas, sin obligaciones, sin reloj: un verano en busca de esa añeja sensación de aburrimiento y modorra que provoca el exceso de tiempo libre. !Qué gozada! Tener por fin tiempo para todo.

No ignoro que “tener tiempo para todo” suele consistir en encontrarse más desorientado que un perro en una bolera, pero, de cara a este verano, yo tenía un plan secreto. En efecto, pretendía darme un buen atracón de filosofía, con el propósito de explicar en palabras llanas y para toda clase de público los vericuetos del método fenomenológico. El Gallo tenía razón: hay gente <<pa tó>>.

Naturalmente, no lo he conseguido. Me refiero a que, si bien he leído mucha filosofía, me encuentro todavía muy lejos de poder explicar de forma simple y elocuente los arcanos del método fenomenológico. Tengo en mente la idea de ofrecer gratis al portero de mi casa unas cuantas clases de fenomenología -para probarme, para demostrar que lo complejo puede reducirse a lo simple-, pero temo que se tome a mal mi ofrecimiento. Quizás, podría empezar por dejarle claro que la fenomenología es la ciencia que estudia los prejuicios del hombre, pero no estoy seguro de que fuera un buen comienzo. ¿A quién le seduce la idea de hacer un inventario detallado de sus muletillas, frases hechas y convicciones inamovibles? ¿Acaso no estamos todos, en mayor o menor medida, sostenidos (y limitados) por nuestra personal interpretación del mundo? La fenomenología, a este respecto, nos lanza un desafío digno de un héroe de la antigüedad: atrévete a contemplar tu vida y la vida de tus semejantes con el compromiso expreso de permitir que las cosas sean únicamente lo que son: puras, genuinas y originales. No juzgues, no prejuzgues, no presumas de estar de vuelta de todo, cuando cabe perfectamente la posibilidad de que no hayas entendido nada de nada. Atrévete a ser adulto, sin perder la seriedad y la inocencia del niño.

Por lo demás, he pensado que mi blog podía perfectamente no interesar a nadie, lo cual me ha parecido una posibilidad muy interesante. ¿Qué hace un Testigo de Jehová cuando le dan con la puerta en las narices? Nada, sonríe y suspira. Y llama a otra puerta. Un fenomenólogo -o un aprendiz de tal- lo tiene mucho peor. Lejos de prometer la salvación eterna, se limita a mostrar las contradicciones y paradojas humanas con la mayor ecuanimidad posible y sin aspiraciones ocultas de monopolizar la verdad. Eso es lo que <<vende>> la fenomenología: un repudio sin matices a toda suerte de pereza intelectual. Con dicha premisa como tarjeta de presentación, no es que nos den con la puerta en las narices; es que ni siquiera se enteran de que están llamando al timbre.  Las contradicciones y paradojas humanas, vaya cosa… ¿cómo puede alguien pasarse un verano buscando la forma más simple de expresar con palabras que la vida, aunque muy a menudo parezca lo contrario, es una aventura que nos tienta de continuo con sus maravillas y sorpresas? Como es natural, se intuye el gesto escéptico del lector ante tamaña -e ingenua- declaración. ¿Precisamente alguien que se gana la vida oyendo relatos escalofriantes sobre el sufrimiento humano se atreve a afirmar tal cosa? Y, con cierto rubor, debo admitir que sí, que es eso exactamente lo que considero: la vida se nos escapa de entre las manos, porque no nos atrevemos a afirmarla con pasión cada día que la vivimos. Pero, entonces, ¿la angustia, la tristeza, el horror, el trauma, la confusión, el hartazgo…? Sí, todo eso existe, y nos está interrogando, individual y colectivamente, al tiempo que nos abruma, pero la respuesta última a las grandes y terribles preguntas de nuestro tiempo nos atañe en última instancia a cada uno de nosotros. Y ahí hay una rendija que dice: ¡Ay! Es el pellizco de la responsabilidad.

Ay, qué miedo, imaginemos que, una vez agotados todos los posibles análisis de tipo socio-económico-laboral-coyuntural, uno tuviera al final entre las manos la evidencia de su propia responsabilidad en la construcción de una determinada fórmula existencial. Naciste en este tiempo y en este lugar; se te brindaron tales o cuales oportunidades y con todo ello llegaste a esta situación concreta en la cual te hallas. ¿Y bien? ¿Cómo es eso de que la vida es una trampa sin salida que nos conduce de forma inexorable al fracaso, el disimulo y el desencanto, cuando no al hastío o el sinsentido? ¿No será que -partiendo de nuestras condiciones particulares, más o menos favorables- nos dejamos arrastrar ciegamente hacia ámbitos y condiciones de vida que en modo alguno reflejan nuestras expectativas de adolescencia y juventud? Y entonces invocamos al Sistema, a la Sociedad, al Establishment, a los Mercados, a la Alta y Baja Política, a la Corrupción… y con minúsculas, por supuesto… las decepciones personales, los fracasos, las pérdidas, las equivocaciones, el cansancio vital. Pero al final, en medio del torbellino, lo único que permanece es el propio torbellino. Y, como queda dicho, no podemos sacudirnos de encima nuestra responsabilidad individual en el hecho de que las cosas sean -¿o parezcan?- como son. Al fin y al cabo, es el regalo envenenado que nos ha brindado la modernidad. Y de remate, la posmodernidad. Puesto que todo -se nos informa- es un relato que nosotros mismos hemos construido, es también cosa nuestra si en un momento dado nos descarriamos y nos vemos convertidos en personajes infelices y desorientados. Vaya usted al psicólogo, tómese unas pastillas, juegue a la lotería, búsquese un amante.

El Sistema, el Establishment, la Política… Todas esas entelequias las suponemos ahí fuera, organizándonos la vida, fastidiándonos, limitando en última instancia nuestras ansias infinitas de libertad. Sin embargo, el gran acierto de este Sistema Tradicional de Pensamiento es que, aunque lo imaginamos fuera, en realidad está dentro, más dentro que nosotros mismos, y siempre estuvo ahí, desde el principio, como un parásito invisible legado sutilmente de generación en generación. “Hijo mío, aquí tienes las gafas para contemplar el mundo. Ahora fórmate tu propia opinión”.  Y eso es lo que hemos hecho todos. Beber de la tradición como si fuera agua mineral sin gas, hasta quedar convencidos de que algún gas sí que debe de haber en el aparentemente inocuo elemento, cuando el desenlace de la historia -quiero decir de la Historia- parece consistir en un desastre sin paliativos. La Tradición nos quiere convencer de que los problemas del mundo son ajenos a nuestra propia conciencia, puesto que se desarrollan ahí fuera, a cientos o miles de kilómetros de distancia, pero la Fenomenología sostiene, toda chula, que tenemos la cabeza y el corazón tan llenos de calamidades como el propio mundo. ¿Y eso que é lo que é?, ¿y ezo como puede cé?, que dirían en mi querida Axarquía. Pues eso quiere decir únicamente que el ser humano, lo sepa o no lo sepa,  habita el mundo con responsabilidad. Si fuéramos inmortales, si no estuviéramos hechos de carne palpitante, si careciéramos de conciencia, entonces, amigos míos, este filósofo de aluvión no tendría ningún inconveniente en hacer mutis por el foro y dedicarse a tareas menos ásperas durante las vacaciones veraniegas.

Es una tarea apasionante, indudablemente, esto de querer comprender las cosas. La esencia de las cosas, vaya, suponiendo que las cosas tengan esencia. De oler,  la esencia de las cosas olería a aquella mandarina que robé del bolso de la compra con cinco o seis años de edad, y al pelarla, no pude evitar exhalar un suspiro de felicidad ante lo que auguraba aquel perfume. ¡Me iba a comer una mandarina que era la reina de las mandarinas! ¿Y que hice a continuación? Le arreé un mordisco que me supo a gloria.

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