Se hace extraño verlo así, tan cercano. Produce cosquillas. Y una cierta perplejidad.

Es como si, de repente, un amigo tuyo de toda la vida se hiciera famoso y saliera por televisión haciendo una entrevista con, digamos, Iñaki Gabilondo, en horario de máxima audiencia. ¡Anda, pero si es Paco! ¡Pero si es Piluca! Pero si es… Irvin… Sí, no cabe duda, el mismísimo Irvin D. Yalom de toda la vida de Dios. Mi amigo Irvin.

El día del pre-estreno de “La cura de Yalom” en el antiguo Palacio de la Prensa de Madrid, en la Gran Vía, no pude evitar preguntarme de dónde salía toda aquella gente que asistía a la proyección. ¿Estaban allí por accidente? ¿Se habían equivocado de sala, de día, de personaje?

Pero la prueba evidente de que no se había equivocado casi nadie fue que solo cuatro personas, de entre varios cientos de asistentes, se marcharon de allí antes del final de la película. Y, claro, ese personaje, esa trayectoria, esas enseñanzas… No, realmente, no estábamos asistiendo a un film para todos los públicos. Lo más sorprendente de todo fue que, al concluir la proyección, una parte del público se arrancó a aplaudir como si hubieran ganado los buenos y los malos hubieran mordido el polvo por una bendita vez. Yo no aplaudí. Me sentía extrañamente incómodo y turbado. ¿Cómo demonios iba a aplaudir el hecho de que Irvin apareciera de repente tomando un jacuzzi en compañía de su mujer… delante de cientos de desconocidos?

No hablaré de la película, que se estrena oficialmente en pantalla a finales de este mes de julio; quien quiera ver a Yalom tomando un baño en pelotas (como hay que bañarse, desde luego, salvo que uno pretenda ser tomado por excéntrico) lo único que tiene que hacer es rascarse el bolsillo y hacer cola para entrar al cine. Tampoco revelaré ni una sola de las intimidades que el film pone al descubierto sobre los orígenes de Irvin -demasiado semejantes a los míos, la verdad, como para no sentir un profundo estremecimiento-, ni tampoco formularé comentario alguno sobre el peculiar destino de sus cuatro hijos, porque ya tuve que soportar con estoicismo la mirada de mi hija Laura al concluir la proyección. Solo le faltó decir: “O sea que… En casa del herrero, cuchillo de palo”. Tener un padre psicoterapeuta es un factor de riesgo indudable, así que no quiero pensar lo que puede significar tener DOS progenitores terapeutas. Pobres niños nuestros.

Pero sí recordaré la emoción de la primera lectura de “Psicoterapia Existencial” de Yalom, hace casi veinticinco años. Después de muchos palos de ciego por aquí y por allá, buscando maestros, referencias, una escuela donde pudiera encajar y sentirme a gusto, al fin conseguía reconocer en aquellas palabras una señal, una esperanza, un camino cargado de significación y sentido. Creo que han sido tres o cuatro las lecturas que he llevado a cabo de ese libro, pero, como sucede con las obras decisivas, una y otra vez he vuelto a sorprenderme con algo que, de forma inexplicable, no había subrayado en ninguna de las ocasiones anteriores.

Al principio de mi ejercicio como terapeuta, fue, con diferencia, mi libro de cabecera. Y fue también el texto que me sirvió de introducción al mundo de la psicoterapia de orientación existencial. Gracias a Yalom, descubrí a Rollo May (su maestro y terapeuta), a Heidegger  (filósofo cuyos textos originales tal vez nunca hubiera leído de propia iniciativa), a Paul Tillich, a Martin Buber, a los fenomenólogos europeos. En suma, le debo a Irvin D. Yalom el hecho de pertenecer a una escuela de pensamiento que no tiene sede, ni estatutos, ni cargos representativos, ni tampoco tesorero. ¿En qué demonios consiste, por tanto, ser terapeuta existencial? No estuve presente en el seminario de marras, pero parece ser que en el Congreso de Londres del pasado mes de mayo se planteó esta misma pregunta y cundió entre los asistentes un intenso, vehemente y fructífero disenso.

Para mí, para este humilde y orgulloso practicante de la disciplina en cuestión, consiste en tomar como referencia mi propia trayectoria vital, con todo lo que de hecho contiene (experiencia, relaciones, conocimientos, lecturas, viajes, contradicciones, paradojas y conflictos de toda índole), y aportarla como sustrato personal/profesional a cada una de las historia reales que aparecen en mi consulta. Un terapeuta existencial es -yo entiendo que es- un experto en resolver de forma creativa y constructiva las crisis humanas, cediendo siempre en última instancia al paciente la responsabilidad de conducir dicha crisis hacia el mejor desenlace posible, en virtud de una serie de condiciones dadas. ¿Persigue el terapeuta existencial, en su fuero íntimo, algo tan intangible y tan poco evaluable científicamente como la sabiduría? Yo no digo ni que sí ni que no, solo digo que si quieres que te cuente el cuento de Pipiricuento que nunca se acaba…

Para concluir -o para empezar, diría más bien-, me siento en la obligación de recomendar tres o cuatro libros de mi buen amigo Irvin D. Yalom, además de la película de Sabine Gisiger que se estrena a finales de julio. Habría que empezar por “El verdugo del amor”, diez historias de psicoterapia relatadas en forma magistral y cautivadora. Luego habría que hincarle el diente a “El día que Nietzsche lloró”, donde se demuestra que los grandes personajes de la historia de la filosofía y el psicoanálisis nunca pasan de moda. Hay que tener mucha confianza en uno mismo para convertir en protagonista de una historia al filósofo más díscolo y atrevido de la historia del pensamiento, en su avatar de muchacho enamorado y frágil. A continuación recomendaría, cómo no, “La cura Schopenhauer”, para apreciar las dotes narrativas y terapéuticas de Yalom. Y ya para concluir, un paseo por un sucinto y potente ensayo filosófico, “Mirar al sol”. El título está tomado de un aforismo de François La Rochefoucauld, moralista francés del siglo XVII, donde desaconsejaba mirar directamente al sol y a la muerte, porque, según él, podía resultar dañada la vista.

Bien, dije tres o cuatro libros, pero este es mi blog y puedo contradecirme, así que ahí va otra recomendación más: “Criaturas de un día”, el último libro de relatos de psicoterapia de Yalom (y puede que sea el último de verdad), porque mi querido, entrañable y nunca saludado amigo parece en plena forma para asumir el momento decisivo de mirar al sol e hipnotizarlo con su sabiduría. Cincuenta años de trabajo en psicoterapia existencial merecen un respeto y un reconocimiento. Y, por qué no, una película.

8 Comments Yalom, en pantalla grande

  1. Silvia Guerra

    Rafael, gracias a ti conocí también a Yalom y sobre todo descubrí la psicoterapia existencial. Desde entonces, a lo largo de los años, me ha servido y mucho tanto para lo profesional como lo personal. Un abrazo y muchos recuerdos desde mi tierra cálida.

    Reply
  2. Silvia Guerra

    Hola Rafael, gracias a ti descubrí a Yalom y la terapia existencial. Esto me abrió muchos horizontes profesionales y flexibilizó mi mente. Un abrazo desde mi tierra calida

    Reply

Leave A Comment

Your email address will not be published. Required fields are marked *

You may use these HTML tags and attributes: <a href="" title=""> <abbr title=""> <acronym title=""> <b> <blockquote cite=""> <cite> <code> <del datetime=""> <em> <i> <q cite=""> <strike> <strong>