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ebía de contar en torno a doce años de edad.
Era un día soleado de primavera, un sábado por la mañana, creo recordar. Me encontraba jugando a las canicas con un vecino y compañero de colegio, cuando aparecieron en la explanada de tierra unos seis o siete muchachos algo mayores que nosotros buscando camorra. O acaso, simplemente, dispuestos a iniciar sus ejercicios de precalentamiento antes de buscar contrincantes de fuste. El caso es que nos exigieron la entrega inmediata de las canicas con un chasquido de los dedos. Rodeados y sin posibilidad de huida, las dimos al instante por perdidas.

el-poder-de-la-palabra-vocacion-rafael-garozSin embargo, en el momento decisivo de proceder a la entrega física de los bolinches, salió de mi boca algo como lo que sigue: “Honestamente, me resulta inexplicable que intimidéis a dos vecinos de vuestro distrito para confiscarles unas bolas de cristal, carentes por completo de valor o atractivo para personas de vuestra edad”.

El que parecía ser el cabecilla del grupo –pelo crespo, ceño fruncido, cuadrado como un armario, mayorcísimo- se encaró conmigo y me preguntó, después de soltar unos cuantos tacos repletos de “jotas” y proyectar acto seguido un escupitajo contra el suelo: “Repite lo que acabas de decir, si tienes… las jotas en su sitio”. A pesar de la fiereza con que fueron pronunciadas estas palabras, intuí su desconcierto, su perplejidad. ¿Cómo podía atreverse, un canijo como yo, a llevarle la contraria a un tipo tan duro y peligroso como él?

Algo me decía que había encontrado la clave para salir airoso del trance, la llave mágica que abría todas las puertas.”

Desde luego, nada era más ajeno a mi intención que llevarle la contraria. Pero se había apoderado de mí un sentimiento de miedo tan incontrolable que había empezado a hablar como un loro, un loro inconsciente, repelente y, a todas luces, firme candidato a convertirse en perdiz escabechada. De modo que, incapaz de cambiar de registro, le largué la segunda parte de mi discurso sobre los derechos humanos de los niños que juegan a las canicas en la calle. Lo que estaban haciendo con nosotros era -¡no podía sino insistir en ello!- censurable desde cualquier punto de vista.

A la tercera, fue la vencida. Algo me decía que había encontrado la clave para salir airoso del trance, la llave mágica que abría todas las puertas. “No tengo el menor inconveniente en darte las bolas, pero que conste que disiento por completo de este modo de proceder. Es increíble que alguien dotado de tu fuerza física necesite doblegar la voluntad de dos pacíficos ciudadanos como nosotros, amparándose en su mayoría relativa”. Por si acaso, mientras tanto, yo no soltaba las bolas. El jefe de la banda estalló en carcajadas nerviosas: “¡Este chaval está loco! ¡Como una regadera! ¡Como una verdadera cabra!”, decía el muchacho señalándose furiosamente la sien con el dedo índice de la mano derecha, mientras no dejaba de amenazarme con el puño izquierdo. Al final, se obró el milagro y mi cara mantuvo intacta su fisonomía. “¡Vámonos, tíos! ¡Vámonos de aquí! ¡Este menda está mal de la azotea!” Y se largaron de allí todos juntos en busca de adversarios más asequibles, intercambiando risotadas y codazos de complicidad por el raro suceso que acababan de presenciar.

La vocación de una página o la página de una vocación

S

oy un hombre de vocación temprana: aunque a los doce años desconocía la palabra “psicoterapia”, mucho antes del episodio de las canicas ya había constatado que mis contemporáneos eran tan fascinantes como imprevisibles. ¿Alguien más, aparte de mí, tenía la impresión de que el mundo era un enorme teatro donde la gente se debatía constantemente entre sus miedos y sus anhelos, representando en cada caso el papel que mejor le convenía para evitar ser señalado por el prójimo como impostor, cobarde o ignorante?

A mí se me daba bien bailar con las palabras, pero nunca fui especialmente hábil para descubrir el lado práctico de las cosas”

¿Podía ser cierto, como yo intuía en mi fuero más íntimo, que todo el mundo ocultaba algún temor inconfesable? A los doce años, en efecto, ignoraba el significado del término psicoterapia, pero ya tenía claro que aquella facilidad que me acompañaba, consistente en hilvanar frases con la naturalidad con que otros hacían el pino puente o bailaban el yoyó, debía servirme antes o después para lograr algo provechoso en la vida.

A mí se me daba bien bailar con las palabras, pero nunca fui especialmente hábil para descubrir el lado práctico de las cosas.

Hasta que logré cincelar y dar forma a mi verdadero personaje, me entretuve dando palos de tuerto por aquí y por allá: estudié medicina, recorrí cuatro continentes con una mochila a la espalda, trabajé mientras pude como cooperante internacional, devine traductor literario, leí y escribí como si fuera el último día de los tiempos. No sin resistencia, senté la cabeza –frisando la treintena, dirían los clásicos- y contraje de inmediato la típica otitis del comienzo de la edad tardía. Era inútil continuar haciéndome el sordo: había llegado el momento de adquirir una formación digna de ese nombre como experto en salud mental.

el-abrazo-de-la-palabraRealicé un Máster en Psicología Médica en el Hospital Clínico de Madrid y dejé de lado –hasta cierto punto- los textos de ficción para adentrarme con seriedad en el estudio de la Psicopatología, el Psicoanálisis y cualesquiera disciplinas que comenzaran por el prefijo “Psico…”

¿El alma? ¿La mente? ¿El espíritu? ¿La conciencia? Atrevido afán el mío, sin duda, pretender ganarme las lentejas en ámbitos donde podía medrar sin apenas cortapisas la palabrería fina, el cientificismo y, por decirlo sin medias tintas, la pomposidad disfrazada de saber profundo: el terreno idóneo para impresionar a los papanatas. Sin embargo, yo sabía de primera mano que las palabras contenían un poder. Un enorme poder. El poder de amansar a la fiera que habitaba dentro de cada uno de nosotros.

A pesar de haber acumulado unos cuantos extravíos a lo largo de mi vida, creo que –en lo fundamental- no me equivoqué de camino.

Una página web… ¿A estas alturas del partido?

L

a explosión de las nuevas tecnologías ha traído consigo un cambio radical en muchas de nuestras rutinas y, desde luego, ha afectado notablemente la manera práctica de comunicarnos entre nosotros.

Sin embargo, pese a los trepidantes cambios tecnológicos acaecidos en las dos últimas décadas, lo esencial de la comunicación humana no ha experimentado ningún cambio digno de mención.

Aunque más de uno pueda sentirse escandalizado con estas palabras, no hay nada nuevo bajo el sol a la hora de hablar, escuchar, sentir, relacionarse, compartir y ser lo que específicamente es un hombre o una mujer. Nos guste o no nos guste, un ser humano es por definición una criatura sensible, inteligente, vulnerable y, básicamente, desconcertada y desconcertante. Por todo ello constituye para mí, todavía hoy, un reto apasionante tratar de comprenderlo.

Lo esencial de la comunicación humana no ha experimentado ningún cambio digno de mención”

¿Qué ha cambiado en mi forma de ejercer la psicoterapia desde principios de los noventa del siglo pasado, momento en que inauguré mi consulta privada en el Centro Clínico Mirasierra de la calle Génova de Madrid? Si he de ser sincero, diría que mis herramientas básicas de trabajo continúan siendo las mismas. Bolígrafo, hojas en blanco, un taco –pequeño- de recetas y un taco –bastante grande- de pañuelos de papel para amortiguar la tristeza o la zozobra. Por último, un par de butacas y un espacio común denominado relación terapéutica.

Al cabo de casi veinticinco años de trabajo ininterrumpido, lo único que ha variado de forma notable en mi entorno inmediato es el aspecto del individuo que se sienta en la butaca del terapeuta: más canas, menos pelo, algo más de experiencia en el trato con el sufrimiento humano, idéntica pasión por mi tarea. Como refuerzo anímico impagable, la constatación de que mi consulta depende desde sus inicios de las derivaciones de antiguos pacientes.

¿Qué me lleva, por tanto, a inaugurar esta página, consciente como soy de que el espacio internáutico se encuentra atestado de escaparates magníficos con propuestas clínicas y profesionales semejantes a la que yo presento aquí? ¿La expectativa de incrementar el caudal de clientes que acuden a mi consulta, con el propósito de ampliar las instalaciones y, acaso, abrir nuevas sucursales en provincias limítrofes? ¿Posicionarme, como se oye decir por ahí, en el mercado de la psicoterapia? No, la verdad es que no van por ahí los tiros. Sin perjuicio de que será una experiencia sin duda emocionante dar la bienvenida al primer cliente/paciente que aparezca en el gabinete sin más referencias que el contenido de este portal, lo cierto es que su inauguración tiene mucho más que ver con el amor que con el comercio…

El amor… en una triple dimensión.

Amor al oficio: mi afán de dar a conocer la teoría y práctica de la psicoterapia existencial, desmenuzada en directo desde lo más profundo de la trinchera.

Amor a la vida: mi pretensión de inaugurar un blog para compartir con posibles lectores mis reflexiones acerca de la vida (la vida, la muerte, los hijos, los padres, las relaciones de pareja, la salud, la enfermedad, el mundo emocional, las distintas máscaras del miedo, la alegría y la fatiga de vivir). rafael-garoz-terapeuta-existencial-madridNo estoy seguro de que estos asuntos, de escaso calado, como salta a la vista, puedan resultar interesantes para una mayoría, pero a mí me apasionan desde antiguo y me gustaría compartirlos con los afines. Así, a la chita callando, sin alzar demasiado la voz, con la única consigna innegociable del respeto mutuo -¡y de pasar un rato agradable, qué demonios!- se puede organizar un buen sarao. No depende de mí. Yo solo pongo el local.

Amor al arte: mi intención de sacar a la luz una serie de textos literarios nacidos, como decía Churchill, a base de sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor, durante un proceso de creación que abarca treinta y cinco años de búsqueda personal de un estilo sin estilo, de un modo de narrar donde la figura del narrador tendiera progresivamente al desvanecimiento y la invisibilidad. Treinta y cinco años escribiendo con disciplina espartana y talento sin duda muy escaso me legitiman para crear vínculos con editoriales digitales donde irán apareciendo de forma sucesiva las obras literarias a las que aludo en estos renglones: novelas, relatos breves, nouvelles, una trilogía sobre las relaciones entre literatura y práctica de la psicoterapia, ensayos sobre salud y enfermedad. Me he asesorado convenientemente y parece ser que la nube (cloud computing) no se hará mucho más tóxica después de añadirle –como intitularía Fernando Savater- mis sobras completas.

A todos y todas, ciudadanos y ciudadanas, bienvenidos al portal de un terapeuta existencial…

Por favor, no se queden ahí fuera con el frío que hace en estos momentos de la histeria. Si les interesa la psicología clínica, la filosofía práctica, la literatura, las relaciones humanas, el humor negro y las manzanas caramelizadas; si les interesa más la trastienda de la vida de la gente que los escaparates donde a todo el mundo le va fenomenal, pasen y lean con sus propios ojos…

Rafael Garoz