Para las nuevas generaciones, la Filosofía se asemeja a esa tía abuela -viuda y solitaria- a quien se nos impone visitar una o dos veces al año, con la esperanza, casi siempre fallida, de que obtendremos a cambio de nuestra paciencia y fastidio (no exentos de cierta aprensión) una pequeña propina, si  nos va bien, o un pellizco en el moflete, a poco que nos descuidemos. <<¡Ay, qué alto y qué guapo estás! ¡Pero si eres la viva imagen de tu padre y de tu abuelo!>>.

Nos tienta la idea de atribuir nuestro desasosiego al perfume que desprende su cercanía física, o al contacto fugaz con sus manos nudosas y apergaminadas, pero lo cierto es que, más allá de su presencia, lo que nos resulta intolerable es que nos hable como si viviera más allá del tiempo. Salta a la vista que la buena señora está con un pie en el otro lado (sea lo que sea ese “otro lado”), pero no es menos cierto que continúa viviendo a nuestro lado por medio de esa casa común llamada lenguaje. Por el motivo que fuere, el hecho es quedamos durante un par de días tocados por la visita, convencidos de que la casa de la tía abuela, la casa de la Filosofía, apesta a decrepitud y mal rollo. Pues claro que sí. Un rollo rancio. Pasado de moda. Inútil. La tía abuela Filosofía no dice más que tonterías y obviedades. Y sin embargo, en ocasiones, al oírla, uno se pone malo, verdaderamente malo. Y termina en las urgencias de un gran hospital creyéndose morir, a las doce, veinticuatro o cuarenta y ocho horas de la visita.

El origen de la Filosofía, en contra de lo que suele afirmarse, no reside en el asombro ante el hecho de que las cosas sean como son, sino en la angustia que nos produce la extrañeza indescifrable de sabernos motor, origen y destino de nuestra propia angustia. Y a veces, sin previo aviso, sobreviene la catástrofe… ¡o la oportunidad de sincerarnos con nosotros mismos! Depende. Todo depende.

Resulta que también nuestro padre fue en su momento alto y guapo, y también, al parecer, el padre de nuestro padre. Nos referimos a nuestro abuelo, el hermano del marido de la tía abuela viuda del susodicho. De eso va la Filosofía, de hacer aflorar parentescos implícitos. Nuestra brumosa pariente, esa tía abuela desconcertante y viejísima, nos puede amargar la existencia  a base de palabras solo en apariencia triviales. Lo que nos dijo, lo que nos recordó de forma sibilina y demoledora, fue que nosotros, también, cada uno de nosotros, encantadores sobrinos nietos en visita de cortesía semestral o anual, somos tiempo. ¿Y qué hay al final del tiempo? ¡Vaya! ¿Hay que decir con todas sus letras la antipática palabrita que Occidente ha decidido extirpar de su vocabulario mediante un acuerdo implícito entre gente con buenos modales y exquisito sentido del decoro? ¿La muerte? ¿Estamos hablando de la muerte? ¿Acaso insinuamos que la negación de la muerte, signo guía de la cultura occidental, promueve patología mental a mansalva entre sus hijos y nietos? Por Dios, siempre a vueltas con lo mismo. ¿Cómo va a desatar una crisis de angustia una simple visita a esa remota tía abuela, a la cual vemos, como máximo, una o dos veces al año? Si está muy vieja, la pobre, si no nos importa un bledo, si la vemos por obligación, siempre con prisas, siempre gobernados, la verdad, por una extraña y desagradable inquietud.  La vieja tía abuela que nos propina -¡menuda propina!- pellizcos en el moflete y collejas en el colodrillo… No es posible… NO es posible que unas simples palabras puedan desatar esta sensación de que uno se muere o se vuelve loco, de que se va a romper por dentro en cualquier momento, de que está sucediendo algo terrible e indescifrable, algo que solo cabe calificar, a juzgar por la aparatosidad de los síntomas, como un susto de muerte…  ¡QUIERO SABER QUÉ DIABLOS ME ESTÁ PASANDO!

Está bien, estimado veinteañero, diana favorita de las primeras sacudidas serias del existir. Si eliges saber, si te atreves a saber, brindemos primero con vino tinto o cerveza, a la salud, respectivamente, de Horacio y de Kant.

Tu Cultura, querido amigo, te ha engañado; de hecho, se ha comportado contigo como una madrastra, o peor aún, como una madre timorata e inmadura. Lo que prefieras. El caso es que te ha engañado y tu creencia infantil de que sabías desde antiguo que terminarías muriendo, algún día, algún día muy lejano, se ha revelado súbitamente ilusoria. (Visitaste a la tía abuela, falleció el padre de un amigo, tu propio padre se quedó en el paro). Creías que eras consciente de tu muerte, pero solamente sabías de su existencia, no la habías experimentado jamás en tu propia carne. ¿Y cuál es la respuesta natural al cobrar plena conciencia de nuestra finitud? Sentir, en nuestro cuerpo, que ya somos cadáver, un cadáver en potencia, un ser humano impotente frente a la plena seguridad de que moriremos. Estamos, por decirlo así, ante un hecho de cajón de madera de pino. O de roble. O de abedul. Pero se trata en cualquier caso de la mayor de las certezas, ese tipo de certezas que un niño no termina de discernir hasta sus últimas consecuencias, porque no acierta a desentrañar el significado del tiempo; un adulto joven sí puede hacerlo. Experimentar -y sufrir- un ataque de pánico después de visitar a una tía abuela llamada Filosofía constituye un ejemplo muy notable de salud y sensibilidad; pocos pueden jactarse de ello. Por extensión, puesto que la actitud filosófica es omnipresente, además de consustancial a nuestra naturaleza, también es un signo de cordura y honestidad humana -y no tanto de patología clínica- caer víctima de un ataque de pánico después de un largo paseo otoñal por un bosque o un parque. O al final de un atardecer, cuando llega el ocaso y las tinieblas empiezan a teñir de color pizarra el horizonte. Oriente, según la tradición, es el lugar donde nace la luz. Occidente, a su vez, el hemisferio donde se mata a la muerte, sin comprender que de esa manera también se mata la vida. Así negamos, así enfermamos. Como cultura y como seres humanos.

P.S. 1 Heidegger, que también sufrió ataques de pánico, aconsejaba visitar a menudo los cementerios, sobre todo cuando la cabeza era incapaz de pensar con fluidez. En alguno de aquellos paseos por el camposanto debió afluir a su mente el extraño y chocante pensamiento de que la única respuesta honesta al problema de la muerte era aprender a soportar la angustia frente al no-ser, como paso previo antes de ofrecerse a otros para ayudarles a soportar la suya propia por medio del cuidado. Somos hermanos que tiemblan en la oscuridad, sí, pero también posibles cómplices ante la vida. Aunque incluya la muerte, o precisamente por incluirla.

P.S. 2 Uno de los más conocidos reproches que se lanzan habitualmente contra Heidegger (además de su celebérrima militancia nazi) es el hecho de que su obra cumbre, “El Ser y el Tiempo”, no mencione una sola vez la palabra amor. Ahora bien: ¿Hay algo más lírico, más trágico, más hermoso, más REAL, que aceptar, además de nuestra propia muerte (paso número 1), la muerte de aquellos a quienes aseguramos amar (paso número 2)?  ¿Y qué es eso de amar, en fin de cuentas, al margen de toda esta funesta perorata sobre las presuntas y promiscuas relaciones entre la vida y la muerte? Pues muy simple: consiste en poner todos los medios a nuestro alcance para que aquellos a quienes llamamos nuestros seres queridos se atrevan a explorar y ensanchar a lo largo de la vida su ámbito de posibilidades de participación y presencia en el mundo. Amar es permitir y alentar que nuestros semejantes sean lo que libremente decidan ser.  Es tan difícil lograrlo -¡nos da tanto miedo la muerte!-, que no cabe extrañarse de que Heidegger se perdiera de vez en cuando por los cerros de la Selva Negra.

5 Comments Ella, la siempre viva

  1. Silvia Rios

    Hola Rafael, muchas gracias por recordarme tantos fines y afines. Soy terapeuta, y prefiero esta vocacion a la de psicologa. La visita a Sofia es siempre extraña pero familiar, porque es vieja, es joven y a veces niña, tiene los tiempos de los humanos y el destiempo de los semidioses, es una con -mocion tejida con palabras que tienen el poder de hacer algo con nosotros y en el mejor de los casos, por nosotros.
    uSilvia Rios, Argentina.

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    1. Rafael Garoz

      Gracias, Silvia, por tus bellas palabras. Un océano entre nosotros, pero se me antoja cercana esa con-moción a la que aludes. Me conmueve, paleto y neófito que soy en estas lides, el hecho de que alguien pueda encontrar alguna fuente de inspiración al otro lado del Atlántico. Gracias de nuevo, estimada colega. Si has seguido el nacimiento de este invento, convendrás conmigo en que no hay nada más triste y absurdo que un circo con las luces apagadas.

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  2. Pilar Pinteño

    Hola Rafael, enamorada como estoy de la filosofía desde mis años de juventud, más para escucharla y practicarla, que para aprenderla; creo
    que estamos de muy enhorabuena por tener tan fácil acceso a todo ese material invisible que nos sostiene a todos en algún momento de forma silenciosa. Ante ella todos podemos sentirnos a la expectativa; como niño
    en un circo con las luces encendidas.

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    1. Rafael Garoz

      Hay dos motivos esenciales para engancharse a la filosofía: el asombro que produce la vida y el vértigo que nos embarga al constatar que somos únicos, libres y responsables. Para colmo, algunos autores filosóficos nos emocionan y causan un hondo placer estético. ¿Hacen falta más razones para acudir al circo de las ideas? Gracias, Piluca.

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